Le tocó el turno a la princesa quien había crecido en años y en experiencia. Se disfrazó de hombre cortándose el cabello, poniéndose traje masculino y quitándose todo aditamento que delatara las condiciones de su sexo. Marchó armada de lo más conveniente a los cometidos de su empresa.
Llegó al pié de la montaña; oyó los consejos del anciano derviche; y antes de seguir el curso de la bolita se tapó los oídos igual que a su caballo con pedacitos de algodón, empuñó la espada con su diestra, y emprendió el camino del ascenso peligroso. No escuchó rumores, siseos, susurros, voces amenazantes, ni llamados al placer, ni gritos, ni voces compasivas, etc.; y después de ir ratos montada y trechos a pié, logró llegar, fatigada y maltrecha pero victoriosa, a la meta fijada; fué a sacar al pájaro que habla de su jaula quien al salir se convirtió en el apuesto príncipe que era en realidad; fué luego a la fuente que llora, tomó de su agua y roció con ella el árbol que canta y los contornos del lugar, convirtiéndose todo en un castillo hermoso con vergeles radiantes de vida y alegría y las piedras tornaron a su primitiva forma de príncipes o princesas con sus cabalgaduras que habían intentado escalar la montaña para conquistar las tres cosas encantadas...